Toca - parte 3

Parte 1 🚬🔥
Parte 2 🚎📱

Son las 3 la mañana y no he llegado. Mientras lo pienso evidentemente esta sonando esa canción.
Ay, Dios mío, soy tan poser

Lo fui antes de irme. 
Lo soy, hoy 2 años después. 
Lo peor es que estoy seguro que ya nadie usa esa palabra.
Creo que nunca la usaron.

Este bus es más cómodo del que tomé en la ida. Mis ganas de dormir, por el contrario, se han reducido. Me sigue sorprendiendo como pude haber dormido en la chatarra que me llevó a la frontera. Bueno, haber estado a punto de dormirme.
Me pesan los párpados, no se me enmarcan las ojeras porque mi piel es parte de un milagro dermatológico, o eso decía mi mamá, Me pondré a leer: tengo 2 opciones la novela de segunda mano de Lovecraft que compré en una carpa improvisada de Miraflores, o el inédito de Demian, con anotaciones del propio Hesse que encontraron post mortem. 

Los demás los dejé en la improvisada librera que hice en el cuartito que alquilé a una indígena. Me dijo que, como yo, necesitaba reinventarse y se iba a recorrer el desierto por un año. Me remató el precio, pero tuve que pagar el alquiler de los 12 meses al contado porque la mujer no tenía familiares en la ciudad y necesitaba dinero para subsistir. Mucha agua habrá comprado.

Al año, esperaba que la mujer regresará y me pidiera el espacio, lo tenía previsto de esa forma. Nunca volví a saber de su existencia. Y luego de dar en su honor unos minutos de silencio -supuse lo peor- me puse a criticar la última novela de Vargas Llosa -todo un blasfemo-. 
Fue justamente con el dinero del alquiler que compré colecciones enteras de libros usados y me convertí en aquel lobo esterpario que en el fondo siempre deseé ser.
Creo que Hesse se había metido demasiado en mi cabeza.

De hecho, hubiera vivido con la satisfacción de permanecer en ese estado, si hubiera ignorado la primera cajetilla de tabacos que vi en el corredor del depar. Podía ser cualquier vagabundo, ya me había acostumbrado al olor fétido acumulado en mi puerta por su basura. Pero el paquete parecía ser nuevo y llevaba sin fumar un cigarrillo desde ese último que compartí en aquella estación de bus improvisada. La abrí y solo encontré 1. Y en verdad no era más que un oasis, como los que experimentó mi antigua arrendataria (en paz descanse). Dentro del papel, la nicotina había sido extraída y su lugar encontré una pequeña nota. Escrita a base de colillas -wow, viva la creatividad- decía: yo también te amé. 

Cada mes, una nueva cajetilla con el mismo mensaje de amor que no fue, pero pudo haber sido.
Basura, pensé durante los primeros meses. Era evidente que quería jugar con mi mente. Me parecía absurdo siquiera pensar cómo consiguió mi dirección y qué clase de vagabundos frecuentaba su círculo. Al recibir la undécima, sin embargo, me quebré. 

Tal vez nunca fui el lobo esterpario de Hesse; quizá me convertí en uno de los monstruos de Lovecraft. Estaba hundido en mí mismo, y en ese entonces hubiera sido bueno tan solo ser un poser -de nuevo, qué ridículo-, pero me había transformado en un snob y en un intelectualoide descorazonado. Gasté mi "ahorro del mes" en una cajetilla de tabacos: no necesitaba más libros, quería fumarme mis fantasmas. Otra vez. 

Busqué una colina, lloré y me ahogué entre colillas hasta quedarme dormido cuando el sol tocó fondo y la noche lo besó. Un beso que yo me negué a tener en ese descenso impulsivo desde mi bus como respuesta a tan estúpida llamada. 

¿Para qué me bajé si sabía que no me convencería de regresar?, ¿por qué tragué amargo sus súplicas si no había nada que se interpusiera ante mi escape?. La necedad del héroe de no dejar que el silencio condene. Reverenda ridiculez. Más que poser, ridículo ahora que lo pienso.


El bus -el de hoy- llega a la estación y yo apenas voy un capítulo de Demian. Era evidente que no iba a leer a Lovecraft. Me bajo y no puedo creer que esté de vuelta. La humedad impide que me congele en medio de la madrugada y lo único que eriza mi piel son las sensaciones de estar en casa. Bueno, por llegar. No iré a donde papá o mamá, si no al único hogar que me queda en el mundo, el único lugar donde esperan, por mí. Al menos hasta mañana.
Mañana debería llegar la doceava y -creo que última- nota.

Nadie ama fantasmas de humo por más de un año.

Me tomó tres semanas emprender el viaje de regreso: tiempo invertido en rendir homenaje al espacio que aquella indígena piadosa me obsequió (con alguna danza típica inventada) y organizar mis finanzas (los tabacos habían dejado estragos más allá de mis pulmones). Teniendo en cuenta la cantidad tiempo en que llevé a cabo esta locura, no iba a escatimar en limitaciones vanas y decidí que a pesar de ser las 4:30 a.m. iría a tocar su puerta.

Por suerte, desde la estación eran tan solo quince minutos a pie.
Pero mi mundo se derrumbaría en menos de 10.

Cuando estaba por llegar, escuché las sirenas de bomberos y ambulancias. El condominio donde ella vivía, estaba en cenizas. Las llamas acababa de despertar -para darles un breve adiós- a los inquilinos. Y con ese despertar, el fuego se apoderó sin piedad de cada rincón. Nadie sobrevivió.
Días después nos enteraríamos que el incendio se inició por un cigarrillo mal apagado.
Qué manera tan estúpida. 

Ella siempre hacía este tipo de cosas.
Pero al final, ella tenía razón

En cada una de sus notas, repetía acertada: 
lo nuestro fue un amor que quiso y no pudo ser. 
Que se quemó entre las colillas de un tabaco sin terminar.

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