La rodilla


Eran como las 4 de la tarde de un martes nublado. El trabajo en la oficina era leve y los minutos corrían lento desde que acabe mis tareas hasta la próxima hora de salida. Hubiera deseado encontrar la forma de acurrucarme y dormirme. De hecho, puedo decir haberlo estado logrando, hasta que llegó ese mensaje.

No. Mil veces no. Indignación pura y dura.

Yo ya no estaba para eso.
Que se fuera a jugar con alguien más.
No era cuando a él se le diera la gana.

Me di cuenta entonces que no había enviado mi respuesta. La pantalla estaba titilante, esperando que convirtiera mi ola de pensamientos en un texto digital. Para cuando me disponía a hacerlo, mensaje tras mensaje insistía en mi respuesta. Mis amigos son demasiado intensos en ocasiones.

Increíblemente, era la primera vez que todos se ponían de acuerdo para hacerlo juntos.
Jugar pelota.
Fútbol, mejor dicho.

- "Mierda" -respondí al ver la ola de respuestas positivas- "me convencieron. Ahí estaré".

La cita era a las 20:30 en una cancha sintética cercana a mi casa. Fue sencillo llegar a cambiarme, comer algo ligero y arreglarme hasta que llegó la hora. Caminé 5 minutos (la mejor forma de calentar) y ya estaba ahí.

Llegó la mayoría y entre 3 capitanes sorteamos equipo entre los que estaban y los que dijeron por el grupo que ya estaban al llegar.

Mi equipo era fuerte. Conseguí no solo tipos con buena técnica sino que sabía que tenían sincronía entre ellos. Mi memoria colegial me hizo el mejor técnico.

No sabía que minutos después, ese sería mi destino definitivo en la cancha.

Gané el sorteo y nos tocaba jugar primero. Justo al decidir el lado de la cancha, llegó el gordo Suárez, el goleador del equipo. Había sido unas pocas libritas desde que nos graduamos del cole. Se me abalanzó e hizo un intento de abrazo. Me di cuenta eran más que unas pocas libritas.

Extrañamente, antes de soltarme del abrazo, me susurró algo. Me incomodé todavía más con lo que mi pobre oído estaba escuchando.

No. Mil veces no. Indignación pura y dura.

Cuando me disponía a escupir verbalmente mi molestias, todos dijeron al unísono, como horas antes en el chat del grupo: "ya loco, mira que el gordo lleva un año fuera de las canchas. Lo necesita". 

Me molesta tener que dar mis cosas, especialmente algo tan íntimo.

Me volví a resignar. Me hice nuevamente el durito.
El rebelde.
El que aguanta todo.

Pero la verdad ya sabía que no iba a aguantar.

- "Toma la rodillera, gordo" - dije seriamente - "ajústatela bien".

Se la acomodó de forma prodigiosa, tal como lo haría hora y media después la enfermera de la Clínica Kennedy. Solo que esta vez, la rodillera no bastaría. Supongo que no hay ninguna tan buena para el dolor del ligamento cruzado completamente destruido. Pero un inmobilizador de pierna, ayudaba mientras preparaban el quirófano.

Tercera vez que me lesionaba en la cancha. Seguía sin entender.
Creo que no lo haría sin tomar acciones que respalden mi decisión.

Mandando al carajo a cada uno, sin excepciones, me salí del grupo.
Tenía que cortar todo vínculo tóxico.

Y así lo hice... por un par de horas.

Al despertar de la anestesia, ya en el cuarto, la doctora me dijo que tenía visitas.
-"Pero si mis padres están de vacaciones" - le dije.
Ella se limitó a abrir la puerta en su totalidad y ahí estaban.
Con flores, carteles y un balón. También llevaban la "cola baja" como perros arrepentidos.

Estaba a punto de hacer un live performances del mensaje que les envié horas atrás, cuando uno de ellos, (sí, el gordo), se arrodilló, me tomó la mano (fue más incómodo que el susurro) y abrió una caja.

La abrió. Había un silbato.
Todos, a una sola voz, repitieron la pregunta que cambiaría mi vida para siempre: "¿quieres ser nuestro técnico?".

No. Mil veces no. Indignación pura y dura.

Un año después, mi fondo de pantalla es la foto del equipo en el campeonato de ex alumnos. Quedamos campeones. Lo dirigí todo desde la silla de ruedas.

Me caí más de una vez. Prometía renunciar.

Volvía a la semana siguiente.

Hay quienes nunca aprenden. Yo soy uno de esos.

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