Acerca del pueblo donde nací


La eterna discusión entre mi padre y mi hermana se da en torno a poder definir qué es Cariamanga, el lugar donde nací y en el que vive la mayoría de familiares del árbol genealógico de los Loaiza.
Por el título de la entrada, se darán cuenta a quién suelo darle la razón.
El tema es que yo no le encuentro un defecto en sus dimensiones o carencias estructurales. A mi parecer es encantador que sea un pueblito.

Me encanta todavía más quizá que la casa de mis abuelos haga sinergia perfecta con la pequeñez de las calles y la facilidad de movilizarse en ellas: acogedora, con puertas de madera antigua y muebles con diseños anticuados. De un solo piso, sin una división entre lo interno y lo externo que te deja esa sensación de estar expuesto a la naturaleza en todo momento y con la oportunidad de disfrutar, en la alcoba, de ese calorcito solo comparable con el que regalan las cabañas en medio de un bosque.

Diagonal a la casa, una iglesia, con estilo tipo catedral, dorada y brillante por dentro, que con sus vitrales traían toda la energía natural que desde arriba recorre el pueblo. Al frente, en cambio, un parque: ubicado en medio de una colina. Lo recorres por etapas, subiendo pequeños escalones. En mis años de niño enérgico, pateaba ahí un balón de fútbol de arriba para abajo: la gravedad hacía del juego una aventura por no dejar que el balón terminara en el centro del pueblo.

Sí, bajando aquella colina, en un máximo de 5 minutos -para quienes no son aficionados del cardio- ya habías recorrido vastamente las principales calles del lugar.

Allí abajo, otro parque, sin ningún tipo de inclinación.
Es el espacio donde desarrollan los eventos madre y donde se reúnen animados los habitantes y transeúntes: en mi última visita, por ejemplo, a la luz de una árbol de navidad improvisado, se congregaron cerca de 100 personas a observar los pasos de un grupo de danza local.
Más de uno -incluyéndome- quedó asombrado con la velocidad y precisión con que ejecutaban las coreografías practicadas. En la noche con ventisca tenue pero helada, las calles parecían cubiertas de fuego y la misión de estos bailarines, por lo tanto, agitar sus pies de tal forma que no pudieran quemarse.

Diagonal al lugar de aquel hecho, solía encontrarse como testigo de todos estos eventos, el colegio La Salle, que me acogió durante el único año escolar en el que viví en Cariamanga durante mi infancia, Esa institución fue testigo de mi máxima travesura: escaparme por rejas picudas (que me dejaron la cicatriz más "grande" que tengo) y terminar embarrado hasta los dientes de lodo.

Hagan sus propias teorías, yo no voy a contarles por ahora la razón.

De hecho, preciso que abran su imaginación: si yo puedo relatarles esto de un lugar que no suelo visitar y del que mis vagos recuerdos son los de un infante trayecto, piensen en el nivel experiencial y personal que puede dejar en ustedes.

Porque yo creo firmemente que ese pueblo ocupa un gran espacio en el corazón de todos quienes lo visitan. En el de aquellos que se dejan asombrar por su encanto entre gris concreto y verde montaña; de colinas que desafían la física y su arquitectura austera y lineal.

Amo ser oriundo de Cariamanga. Me fascina que la gente me pregunte de dónde soy cuando se percata que pronuncio bien las eses (s). Me encanta haber nacido aquí y eso es lo más importante que deben saber acerca del pueblo donde nací.

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