El amor a la crimée


La crimée no es un estilo culinario, tampoco una salsa ni, menos aún, algún tipo de condimento. La crimée no es más que el nombre de otra calle más de París, una no muy conocida y que no da grandes muestras de esplendor y cuyo mínimo encanto se reduciría al aire parisino que la cubre.
Repito, tan solo una calle más.

Y aún así, es la favorita de Jorge.

¿Cuántas veces conoces al amor de tu vida en París?
Se los pregunto con toda la seriedad del mundo, ¿ustedes creen que hay un mejor lugar para enamorarse que la capital francesa? Quédense pensando en eso.

Ahora la verdad es que esta historia de amor no podría ser menos romántica (y totalmente absurda), al menos según los estándares de algunos...

En resumen sería algo así:
Chico llega a una estación con su boleta ilimitada de viajes en metro.
Toma una línea con rumbo al Musée du Louvre.
Decide quedarse de pie porque su destino está a tan solo estaciones de distancia.
Voltea y ve hacia atrás en los asientos y ahí está ella. La chica.
Todo esto después de pensar ingenuamente que no había mujer francesa que lo pudiera enamorar.
Porque muchas parisinas podrían, en definitiva, no ser su tipo de mujer, seguramente. Pero más seguro aún, porque él no era lo que buscaban las mujeres de habla francesa que había visto al caminar entre los bulevares de la capital.

La humildad, pequeña gran virtud.

En todo caso, vio a la chica. El recuerdo más claro que tiene Jorge de ella, además de su cabello corto que hacía juego perfecto con sus mejillas y contorneaba la totalidad de su rostro dulce y vivaz, eran sus zapatos color naranja.

Qué peculiar detalle.
Si la belleza de esa mujer de mira perdida, pero punzante, no eran suficientes para enamorarlo, su calzado parece que sí. De los pies a la cabeza, Amélie, había capturado su corazón y no le había tomado más que una parada del metro.

Ahora, Jorge tenía 2 opciones:
1. aceptar que se trataba de un ente platónico y dejar que el tiempo -y el Musée du Louvre, fueran aliados eficaces en el olvido.
2. La otra opción era continuar babeando hasta que su saliva lo despertara de un sueño absurdo en el que perseguía una chica que no conocía en un tren con dirección incierta en una de las ciudades más grandes del mundo y ojo, en su segundo viaje en el metro.

Como ya conocemos lo predecible que puede ser Jorge, lo vimos sonreír al pasar la estación que conectaba con el Louvre. A veces, este chico puede ser muy raro, además de pelotudo, claro está.
Pero, de nuevo, ¿hay mejor lugar que París para encontrar el amor?

Amélie cargaba ojeras, parecía cansada, como de tristeza, pero también podría tratarse de una mala noche de estudio. Se veía paciente y no interrumpía el silencio. Solo hacía movimientos de cabeza cada cierto tiempo y daba la bendición de sentarse a su lado a algún mortal.
Tres, cuatro, hasta cinco estaciones más tarde y Jorge no quería sentarse junto a ella, pese a tener la oportunidad. Estando de pie, creía, podría verla mejor a los ojos y sin duda se le facilitaría dar con sus zapatos.

De pies a cabeza, Jorge, de pies a cabeza y viceversa.

Nunca había sentido la necesidad tan grande de abrazar a alguien que no fueran sus viejos. Jamás el picor de tener que sostener la mano de otra persona además de su abuelita cuando daban paseos por su pueblo natal.

¿Amélie, qué habías hecho con Jorge?

Jorge, suspirando y alejando la mirada de su ¿amada?, reflexionó sobre su vida: los altibajos, los cambios, la falta de amor y las rupturas. Tenía un nuevo propósito. Y le hubiera quedado más claro cuál era, si la brusca parada del metro no lo hubiese sacado de su letargo. El nombre de la estación era La Crimée y el nombre de una de las personas que se bajaba, Amélie.

Y por lógica georgiana, entendemos que otro nombre en esa ecuación sería Jorge.

Nuestro protagonista mantuvo la distancia, entendía que lo que estaba haciendo era irracional, fuera de lógica y falto de pudor. Aún así, no pensaba detenerse.  Ya se sabe que el peor ciego, es el que no quiere ver.

Llegaron a la salida de la estación, sin saber si llovía o el sol reinaba (una de las pocas desventajas del metro y su geografía subterránea). En ese momento, Amélie, le sostuvo la puerta a Jorge para que pudiera salir. Y se sonrieron. Y él entendió que todo estaría bien. Que todo valdría la pena, incluyendo la posible desesperación que vendría minutos más tarde al no saber dónde carajos estaba.

Jorge había respondido sí, que no existía mejor lugar para enamorarse que París. Aunque el amor tardara un montón en consumarse, tan solo un segundo en disfrutarse y una eternidad enfrentándose al olvido.

Jorge había escuchado muchas veces de la afamada cocina francesa, de un estilo culinario exquisito, pero lo que a él le tocó vivir fue todavía mayor.
Fue una receta inédita, una nunca antes saboreada ni por locales, ni por turistas.

Fue un amor a la crimée.

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