Guayaquil de mis amores


Hace poco participé en el evento Guayaquil de mis amores, un espacio cultural realizado por mis compañeros de audiovisual y multimedia de la universidad, un grupo de conocidos y amigos que siempre se esfuerza un montón por generar contenidos de calidad y contar historias que den de qué hablar. 

En esta segunda edición, nos dieron la oportunidad -a mí y a otros compañeros de redacción creativa- de poder compartir también nuestras historias. 

Historias de la ciudad que surgieron de un esfuerzo extracurricular de 4 sábados, madrugadas, recorridos por la urbe aguantando el indescifrable clima de Guayaquil. 
En definitiva, historias que nacen de un salir de la zona de confort, de querer aportar nuestro granito de arena a la ciudad que nos ha acogido desde que tenemos memoria. Y que puede que no ser el lugar donde siempre preferiríamos estar, pero es, ciertamente, el puerto al que siempre queremos regresar.

En fin, esto fue un desafío que dio como resultado 6 cuentos y la oportunidad de hacer todavía más enriquecedor este espacio tan bonito y diferente que nuestra ciudad se merece.

Sin más que añadir, les dejo el cuento que salió de esta experiencia:


La Mamá de los olores
Jorge Loaiza Arias


La veo entrar. Es la 2 segunda vez esta semana y la cuarta en el mes. Campante, segura, con su abrigo de piel de un animal que no conozco y que usa siempre para visitar el parque. No entiendo por qué lo hace si la mayoría de nosotros quisiera estar en interiores con el calor infernal que hace. Siempre he sentido el deseo de acercarme a preguntárselo, pero ella no le da tiempo a nada de interponerse en su andar: llega, da unos cuantos pasos al frente para luego recorrer el lugar con la mirada. Mirada que refleja tristeza, fugaz, pero tristeza al fin.

En su tercera visita, pude darme cuenta que siempre miraba las puertas cuando hacía el recorrido. Pensé entonces que buscaba algún comerciante ambulante, ellos generalmente se instalan ahí: el relojero, el lotero, don Pepe, el señor de los granizados, y Martha, la señora de los maduros. “Debe ser ella” pensé. Después de todo era la única con la que no había coincidido hasta el momento. “Seguro escuchó que los maduros de la Martita son el éxito acá en el centro”. Podría haber pensado que por su forma de vestirse y lo delicado de sus pasos, esa mujer no era de comer a la criolla.
Pero el paladar no conoce de clases sociales.

Al verla entrar, esta vez, me apresuro y la detengo en su precipitado escape al no ubicar nuevamente a Martha. Antes de que me tire un quiño y me mande al piso, le digo que sé lo que busca, que la señora de los maduros suele llegar a las 6, porque ya tiene clientela fiel que siempre la visita a esa hora. Son las 5:30, y le sugiero esperar, que sí que yo sé que hay muchas formas de perder el tiempo acá en el centro, pero para qué perderlo si puedo yo darle mi compañía y una buena conversación. Ella accede, con una sonrisa medio forzada, pero amable al fin. Le pregunto su nombre y me responde con voz delicada: “Julia”.

Nos sentamos y me percato de su perfume, quisiera describirlo porque en verdad es delicioso y cautivador, pero mi olfato solo está acostumbrado a los olores varios del parque. Olores fuertes como sudor, estiércol de iguanas, humo de buses viejos y los miles de desodorantes y sprays que se echan los oficinistas rumbo al trabajo; ninguno tan delicado como el de Julia. En ese momento recuerdo que hay otro olor que me gusta muchísimo: el de los maduros de Martha. “Ya tengo tema de conversación” pienso. Le hablo de lo famosa que ella es aquí, de lo atrayente que es el negocio y lo bien que le hace al parque: antes nadie lo visitaba a esa hora.
Le cuento cómo el olor que se desprende de los maduros se sobrepone a cualquier otro e ilusiona a más de 1, ya que significa que seguro tendrán una rica merienda.

Al escucharme, Julia comienza a sonreír, esta vez sin disimulo; sé lo feliz que puede ponernos la comida, pero ahora me pregunto si ella vino al parque solo para comer un maduro.

Finalmente, le menciono que Martha tiene una hija, o eso dice, porque nadie la ha visto más que en fotos, y de paso viejas. Parece que no se ven desde hace 20 años, que su esposo las separó, pero dice no perder la fe de rencontrarse con ella.

Cuando volteo a verla, está llorando. Conocía su mirada triste y confundida, pero no llena de lágrimas. La consuelo y me ofrezco a comprarle un granizado para devolverle la sonrisa. La comida nunca falla.
Me levanto de la banca en la que estamos y me dirijo a la puerta 3; al regresar siento el delicioso aroma a maduro, tan perfecto que casi tropiezo y se me cae el granizado encima.

Voy corriendo a la banca y grito: “Llegó, llegó, al fin está aquí”. Pero no hay nadie donde la dejé. Tan solo encuentro una foto, idéntica a la que Martha siempre muestra al hablar de su hija.
Levanto, entonces, la mirada hacia el único lugar donde Julia podría estar en ese momento: sumida en un abrazo con Martha, llorando, sonriendo, todo al mismo tiempo.
Hoy el parque seminario no huele a estiércol, humo, perfume, ni maduros. Huele a un amor. A uno que nunca se dio por vencido.


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