Un paseo por tu mirada


Me encantaba extrañarla; pasar días enteros saboreando su ausencia, respirando el olor como a miel y rosas que se impregnaba en el vacío de mi apartamento. Me encantaba recordar su mirada: intensa al acusarte de algo que no le cabía en el entendimiento, frágil en el instante previo a darle un beso. 

Era fanático de soñar que caminábamos juntos por las ciudades más grandes del planeta, que tomaba mi mano y yo sentía cómo me transportaba, cómo salíamos de las calles grises que cercaban nuestro pueblo y terminábamos en lo más alto de un penthouse mirando un paisaje mágico lleno de luz y vida, y nos sentíamos dueños del mundo. 

Me hipnotizaba cada nuevo paisaje que me prometía, los callejones recónditos, pero llenos de historias de amantes trágicos, que me hacía conocer. Era como vivir en un letargo eterno: no sentía el cuerpo, no poseía determinación para levantarme, mi voluntad para escapar del asombro era nula, pero lo disfrutaba: los silencios, las caricias entre recorridos, sus ojos vivaces al mostrarme su nuevo lugar favorito, su mirada triste cuando nuestras energías cesaban y debíamos postergar nuestro tour hasta el amanecer, cuando el sol, una vez más, se reflejara sobre los ojos de mi amada y estos nos dieran un norte por el cual continuar nuestro camino. 

Llegaría el día en que el universo nos quedaría pequeño. Que la tierra era un bulevar desgastado de tanto que lo habíamos recorrido. Que no habría más por descubrir. 

Pero a ella le bastaba tomar mi mano y con una sonrisa en sus ojos, me daba la seguridad de que en su mirada todavía quedaban muchos misterios por vivir. 
Que confiara, que siguiera en mi sueño eterno, que al llegar ella de un beso, me despertaría y podría entonces entender por qué su ausencia era mágica y su presencia la más terrible condena.

Y hasta hoy sigo esclavo de sus pupilas, prisionero de sus manos.




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